Con motivo de no sé qué, ni por qué, ni
porque no, hoy he recordado la tahona que hubo al final de mi calle, al
principio de la plazoleta.
Era una panadería dotada, de lo que en
aquellos tiempos podía tener cualquier panadería. Solo que en ésta, Marcelino
el panadero en verano fabricaba helados caseros.
Mejor dicho, no eran helados sino polos.
Pero polos de lo más arcaico :
Un palillo y un pequeño polo unido a él.
Qué ricos estaban. Llevaban leche y algo de
fresa. Cuando los fabricaba su mujer Goya sabían bien, pero no tan ricos como
los que hacía su marido.
Costaban una peseta. Pesetas que los
chavales de la época pagábamos en muchos casos con monedas de diez céntimos.
El caso, es que el tal Marcelino era calvo,
y las palabras le salían muy pobres de sonido… casi ni se le oía.
Era como cuando alguien habla en susurros,
pero gritando. En fin, nunca he oído hablar a nadie como él.
Cuando le preguntábamos los chavales por qué
hablaba de esa manera, respondía que de joven, había bajado una nave espacial y
sus tripulantes le habían robado la voz.
También tenía un perro ratero. Y digo ratero
porque siempre estaba al tanto de la alcantarilla por si salía alguna rata.
Siempre salía alguna que otra, ya que por entonces la basura no se metía en
contenedores, sino en plena calle.
A lo máximo que llegó el ayuntamiento es a
obligarnos a utilizar bolsas de color naranja que ellos mismos proveían, con el
fin de contentarnos por no tener contenedores.
El perro, casi siempre era capaz de
cazarlas, pero cierta vez una de ellas le enganchó de la oreja y desde entonces
el perro pareció quedar tan abducido como Marcelino.