miércoles, 23 de abril de 2014

Historias de la tahona

   Con motivo de no sé qué, ni por qué, ni porque no, hoy he recordado la tahona que hubo al final de mi calle, al principio de la plazoleta.
   Era una panadería dotada, de lo que en aquellos tiempos podía tener cualquier panadería. Solo que en ésta, Marcelino el panadero en verano fabricaba helados caseros.
   Mejor dicho, no eran helados sino polos. Pero polos de lo más arcaico :
   Un palillo y un pequeño polo unido a él.
   Qué ricos estaban. Llevaban leche y algo de fresa. Cuando los fabricaba su mujer Goya sabían bien, pero no tan ricos como los que hacía su marido.
   Costaban una peseta. Pesetas que los chavales de la época pagábamos en muchos casos con monedas de diez céntimos.
   El caso, es que el tal Marcelino era calvo, y las palabras le salían muy pobres de sonido… casi ni se le oía.
   Era como cuando alguien habla en susurros, pero gritando. En fin, nunca he oído hablar a nadie como él.
   Cuando le preguntábamos los chavales por qué hablaba de esa manera, respondía que de joven, había bajado una nave espacial y sus tripulantes le habían robado la voz.
   También tenía un perro ratero. Y digo ratero porque siempre estaba al tanto de la alcantarilla por si salía alguna rata. Siempre salía alguna que otra, ya que por entonces la basura no se metía en contenedores, sino en plena calle.
   A lo máximo que llegó el ayuntamiento es a obligarnos a utilizar bolsas de color naranja que ellos mismos proveían, con el fin de contentarnos por no tener contenedores.

   El perro, casi siempre era capaz de cazarlas, pero cierta vez una de ellas le enganchó de la oreja y desde entonces el perro pareció quedar tan abducido como Marcelino.